25 jun 2012

Victoria Anaián

Neófita turkmena, bautizada por Benedicto XVI

“Dios siempre nos aporta algo.
  Basta abrir los ojos, el corazón”

El pasado 7 de abril el papa Benedicto XVI, en el curso de la celebración de la Vigilia Pascual, bautizó a ocho catecúmenos adultos, procedentes de diversos países: Italia, Alemania, Albania, Camerún… La primera de la lista (ventajas del orden alfabético) era Victoria Anaián. Esta joven, de origen armenio, nació hace 28 años en Niebit-Dag (hoy Baluana-Bat), en la república ex soviética de Turkmenistán, país en el que los católicos apenas llegan a 150 en todo su territorio. Hoy Victoria es uno de ellos, gracias el P. Andrzej Madej, superior de la pequeña comunidad oblata turkmena, quien le ayudó a conocer el mensaje de Jesús y su Iglesia. Con razón, Victoria pidió como gracia particular que su padrino de bautismo fuera el misionero con quien inició su interesante y cautivador itinerario de fe.


¿De dónde viene tu fe?
Nací en Turkmenistán, un país que formaba parte de la Unión Soviética. Por aquel entonces no teníamos ni una sola iglesia cristiana ni sabíamos qué era la fe. Yo la recibí de mi abuela. Ella había sido bautizada de niña en la Iglesia ortodoxa y se mantenía firme en Dios con gran amor. Durante la Segunda Guerra Mundial soportó una vida demasiado difícil. Los comunistas no aceptaban a la Iglesia, destruyeron todos los templos y la gente no podía practicar libremente la religión. Pero mi abuela rezaba en su casa. Ella se encerraba en su habitación y allí oraba a escondidas. Cuando nací, mis padres, como tenían que ir a trabajar y no disponían de tiempo para estar conmigo, me confiaron a sus cuidados. Ella me mostraba cómo hacer la señal de la cruz, me hablaba de Dios y me enseñaba a orar. Así fui creciendo y mamando de su fe, que también recibí de mi madre, que me compraba libros infantiles que hablaban de religión. Doy gracias a Dios por haber crecido en un ambiente cristiano.

¿Qué supuso para vosotros la desintegración de la antigua Unión Soviética?
Al caer el régimen soviético, nuestra vida cambió. Comenzaron las dificultades. Turkmenistán iniciaba una nueva etapa como país independiente. Mis padres se quedaron sin trabajo, pues, al ser cristianos, no éramos bien vistos por el nuevo Gobierno. Para colmo, no éramos turkmenos...

¿Y podíais practicar vuestra fe?
En 1996 se construyó en nuestra ciudad una iglesia ortodoxa. Dimos gracias a Dios por ello. Pero siempre estaba vacía; bien porque después de tantos años bajo el poder de la Unión Soviética la gente había abandonado su religión, bien porque todavía seguían teniendo temor de ir al templo. Aquella iglesia no me gustaba. Sé que en todas está Dios, pero me faltaba algo que no encontraba allí. Sentía que aquella iglesia no era la mía. Yo quería ver a Jesucristo, hablar con Él, y esto se nos hace posible a través de una comunidad cristiana viva y, sobre todo, a través de los sacerdotes que celebran la misa, con los cuales puedes hablar y compartir tu vida.

Todo esto demuestra tu inquietud, tu búsqueda de Dios. Pero Él, ¿te facilitó el encuentro?
¡Por supuesto! Hubo un hecho providencial. Un buen día, en 1999, mi padre trajo a casa un periódico donde se anunciaba la llegada a Turkmenistán del nuncio apostólico de la Santa Sede. Iba a residir en la capital, Ashgabat. Mi madre exclamó: “¡Oh, Dios Santo, esto es increíble! ¿De verdad que hay un   sacerdote católico en Turkmenistán?” Era el P. Andrzej Madej, oblato de María Inmaculada. “¡Tenemos que ir a conocerlo!”, dijo. Sacaron el billete de tren, porque vivíamos a 500 kilómetros de la capital, y tres semanas después estaban allí.

¿Fuisteis toda la familia?
No, solo ellos dos. Yo no podía ir, porque tenía clase; me quedé con mis parientes. Estuvieron con él una semana. Desde aquel encuentro con el P. Andrzej, nuestra vida cambió por completo. Todavía me emociono. Mis padres volvieron a casa y me dijeron: “Tienes que ir a ver al P. Andrzej; es un sacerdote de gran corazón, con un gran amor de Dios hacia la gente. Está totalmente al servicio de los demás. Tienes que ir a hablar con él”. Les respondí que cuando fueran ellos de nuevo, les acompañaría. Desde aquel primer encuentro, nunca perdimos el contacto.

Y tú, ¿cuándo fuiste a verlo?
En 2000, al terminar el colegio, fui con mi padre. Mi madre no pudo ir, porque estaba enferma. Cuando entramos en su casa, enseguida me abrazó. Lo miraba y me decía: “¡Santo Dios! Este abrazo es tan paternal, tan amable... Tengo que conocerlo más a fondo”. Entramos en una capilla muy pequeña. Tenía solo el crucifijo, la Inmaculada, el altar donde celebraba la misa y algunas sillas, muy pocas, porque acababan de abrir la Embajada de la Santa Sede en Turkmenistán.
Estuvimos allí con él cinco días inolvidables. En ningún momento me preguntó sobre mi fe. Solo se interesaba por mis estudios, si había terminado, qué carrera pensaba hacer después...
Desde aquel día entablamos una gran amistad. Lo considero, de hecho, como mi segundo padre. Puedo decir que ahora forma parte de mi familia. Soy una persona afortunada, porque tengo dos padres... Bueno, tres: el primero es Dios, que es el más importante.

Después fuiste a la universidad.
En 2002 me trasladé a Moscú para estudiar Derecho Civil. Sentía que así podía ayudar a la gente. Estuve en la universidad moscovita hasta 2007. Al terminar la carrera, fui a ver al P. Andrzej; allí me esperaba mi padre. Nos quedamos con él tres días. Nos hubiera gustado estar más, pero venía tanta gente a su casa, lo    veíamos tan ocupado...
Aun así, hablamos de muchas cosas. Yo le contaba sobre mis estudios en Moscú y sobre cómo me iba en Rusia. Un día me preguntó: “¿Cuál es la situación religiosa en Moscú?”. Le dije que no era buena, que la gente no creía en Dios, que las personas no tienen más dios que el dinero.

¿Te dijo algo el P. Andrzej?
El P. Andrzej me escuchaba tranquilo. Y en un cierto momento, le dije: “¡Padre Andrzej, quiero bautizarme!”. Él me dijo: “Muy bien, estaba esperando esta decisión”. Nos echamos a reír. Él añadió: “Pero ¿cómo lo vamos a hacer? Vives lejos y no puedes seguir la catequesis”. Le indiqué: “¡Lo quiero ahora y quiero que me bautice usted!”. Él me replicó: “Te digo solo una cosa: me alegro de que quieras bautizarte, pero, como estás lejos de nuestra parroquia, vamos a aplazarlo, porque tienes que conocer la fe católica. Pero tranquila, llegará el día en que seas bautizada, no sé si por mí o por otro, no importa. Me alegro por ti”.
En ese momento me sentí muy contrariada: ¿por qué esa catequesis?, ¿por qué dos años de catecumenado? No entendía nada. No podía esperar dos años. Quería que me bautizase ya. Entonces tenía solo 20 años. ¡Demasiado joven!

Regresas a Turkmenistán. ¿Y después?
En verano de 2007 vuelvo a casa y reanudo la conversación con el P. Andrzej sobre mi bautismo. En noviembre se presenta en nuestra casa y empieza a hablarme de un segundo período de estudios. Me ofrece una beca en Italia. Le respondí: “No, Padre, no conozco la lengua y, por otra parte, quiero comenzar a trabajar”. Pero una vez más la intervención de mi padre fue decisiva. Y vine a Roma en septiembre de 2010.

¿Qué haces en Roma?
Estudio Teología en la Pontificia Universidad Lateranense, en el Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia. A partir de aquí, aumenta mi fe, se arraiga profundamente. Tengo muchos amigos y amigas que me apoyan. Resido en un hogar de religiosas francesas, las Hermanas Apostólicas de San Juan. Son siete hermanas, y nosotras, cinco chicas residentes. Formamos una pequeña familia; todas tenemos una fe profunda en Dios. Viviendo con estas chicas, siento que también crezco con ellas. Desde que llegué, mi vida ha cambiado. Voy a la iglesia, cosa que antes no podía hacer, porque no la tenía disponible. Voy a misa todos los domingos. Entre semana, por la noche, después del estudio, voy a la capilla a rezar. Pero no solo eso, sino que también experimento a Dios en el seno de una comunidad católica, viviendo juntos con amor recíproco y confianza plena en el Señor. Nos ayudamos unos a otros, también en los pequeños detalles.

Esto sería la Iglesia-comunión.
Sí, esa es la palabra justa. También mi formación me da una nueva visión de la vida cotidiana, porque no aprendo Teología solamente; estudio la Palabra de Dios, el ámbito donde Él habla con nosotros y busca únicamente nuestro bien. Pero nosotros estamos tan ciegos que no queremos ver su amor, no queremos oírlo, y nos preguntamos si Dios nos puede aportar algo. ¡Puede y lo hace! Basta abrir los ojos, el corazón.

¿Qué es Dios para ti?
Dios es amor, caridad; es el bien. Él nos ama, me ama, y yo tengo que amar. Pero ¿qué quiere decir el verbo “amar”? Amar significa querer el bien de una persona, de los otros. Querer el Bien (con mayúscula) es lo principal en nuestra vida cristiana. Todo esto lo he comprendido más profundamente aquí en Roma. Todos los días estoy experimentando hermosas vivencias de Dios a través de las personas que Él pone a mi lado. Podría decir que es como si estas cayesen del cielo para guiarme: “Victoria, este camino es bueno para ti. Dios te lleva por esta senda porque te quiere, te ama mucho”.

Y en Roma, ¿te es más fácil la vida que en Moscú?
La vida en Roma es caótica, como en Moscú, pero un poco menos. Con todo, hay que sobrevivir. ¿Cómo hacerlo? Solo con la fe. Lo reafirmo con palabras conocidas: “¡No tengáis miedo!”, porque con Dios no cabe el temor. Yo antes lo tenía. Ahora no puedo decir que haya desaparecido totalmente, pero ha disminuido. Mi vida tiene más sentido. Antes de llegar, no sabía qué iba a hacer con mi vida una vez terminados los estudios. Ahora lo sé y cada día que pasa me doy más cuenta de ello: todo lo que estudio, toda mi vida es para compartirla con la gente.

Querías hacernos partícipes de algo muy importante en tu vida...
Fui bautizada el 7 de abril de este 2012. Ha sido lo más maravilloso que me ha ocurrido. Ha sido algo grande, una inmensa sensación, porque además me bautizó el Santo Padre Benedicto XVI. Nunca hubiera esperado algo así.
Un día lo puse en manos de Dios, diciéndole: “Haz de mi vida lo que quieras. Quiero ser bautizada, pero cuando Tú quieras”. Era lo que me decía el P. Madej: “Llegará un día en que serás bautizada. ¿Dónde? ¿Por quién? No lo sé, pero serás bautizada”. Y esto es lo que ha ocurrido y, por ello, doy gracias a Dios, al P. Madej y al rector de la Universidad Lateranense, que también me ha ayudado. Doy gracias a las religiosas con las que vivo, a mis amigos y amigas, sacerdotes, religiosos... Tengo muchos amigos de distintas partes del mundo. Ellos me ayudan a diario en mi vida, en los pasos que tengo que seguir dando, porque soy consciente de que tengo que crecer todavía. Ya he cubierto una etapa, pero quedan más por delante.

Victoria, una curiosidad: ¿esa cruz que llevas al cuello...?
Tiene su historia. Como he sido bautizada, ahora ya me la puedo poner, y la llevo con mucho honor. Esta cruz es un regalo de mi abuela que, como he dicho, fue una cristiana heroica. Me la regaló poco antes de morir. Me dijo: “Estoy segura de que llegará un día en que serás bautizada. Entonces quiero verte desde el cielo con esta cruz”. Es una cruz de oro, muy pequeña, pero, para mí, muy grande. La he guardado conmigo durante veinte años y la he traído a Roma. Yo me decía a mí misma: “Un día esta cruz estará en su lugar”. ¡Y ya lo tiene! 

JOAQUÍN MARTÍNEZ VEGA
Oblato de María Inmaculada

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