La Revista Diocesana Día 7 nos hablaba de los hermanos Arcadio y Eliseo Díaz González, una vida dedicada a la misión...
Ceferino, que ya pisó hace rato los ochenta, y que nunca deja de congraturlarse por los dos años que pasó con los dominicos y que aprovechó con olfato de lince, me suele acompañar en las caminatas que tanto bien me proporcionan cuando estoy de holganza en Matachana. Me ha repetido “sopotocientas” veces que gracias a un maestro impulsivo, catador de talentos, y catalán, salieron de Rodanillo maestros y militares, curas y abogados. No dudaba en interpelar con rigor a los padres de familia para que dejasen a sus hijos desarrollar sus dones, sin impedirles a guantazos a cuidar ovejas.
Ceferino, que ya pisó hace rato los ochenta, y que nunca deja de congraturlarse por los dos años que pasó con los dominicos y que aprovechó con olfato de lince, me suele acompañar en las caminatas que tanto bien me proporcionan cuando estoy de holganza en Matachana. Me ha repetido “sopotocientas” veces que gracias a un maestro impulsivo, catador de talentos, y catalán, salieron de Rodanillo maestros y militares, curas y abogados. No dudaba en interpelar con rigor a los padres de familia para que dejasen a sus hijos desarrollar sus dones, sin impedirles a guantazos a cuidar ovejas.
Fruto de sus encaramientos y
regaños son dos hermanos de carnes y huesos, uno franciscano y otro cura de a
diario, misioneros en Venezuela. Eliseo llegó a este país hace más de cincuenta
años y hasta ayer prácticamente se aferró a una parroquia y a varias formas de
presencia que su Orden tiene en uno de los barrios más populosos, conflictivos
y politizados de Caracas. Hasta los malandros le pedían la bendición. Los dos hermanos
truenan cuando hablan. Y los venezolanos, dados a la mimosidad y a dulcificar
las conversas y los encuentros, se aterran al oírlos
por primera vez.
Heredaron de su madre el desparpajo y una intuición cruda y certera.
Ahora Eliseo vive con camisa de fuerza, atado a un parkinson que ha convertido
al mocetón de ayer en un enclenque cuerpo, que no ha minado un ápice sus proyectos.
Arcadio anduvo de aventurero
en las selvas amazónicas de Brasil. Y allí le pareció que podría ser un buen cura
para tantos que, comiendo una sola vez al día, andaban por dentro como ovejas
sin pastor. Desde hace cuatro décadas está con nosotros, en una Venezuela de bonanza
y caprichos ayer, y de tragedia y rencores hoy. Fue capellán castrense hasta
que un militroncho, de los afeitados por el megalómano Chávez, se quejó de sus sermones,
que le sabían a contrarrevolución y no a lo que eran, evangelio puro. Desde
entonces ha venido supliendo a curas enfermos, a capellanes cansados, a
confesores
avasallados. Notablemente
deteriorado, a sus ochenta y cuatro, es conocido en casi todos los hospitales de
la capital de Venezuela y en buena parte de sus
funerarias. Con paso lento y
sonidos de torbellino ora por unos, invita a reconciliarse a otros y a bien
morir a los que, estando con un pie más allá que acá, se resisten a llenar las
maletas.
Dos condiocesanos, del
Bierzo para más señas, que ya le han dicho adiós a Rodanillo, sin dejar de
recordar ni a San Antolino ni a la fuente de la bebieron el agua que los
mantiene aún en pie.
Manuel Díaz Álvarez-Caracas